miércoles, 8 de octubre de 2008

A mal tiempo buena cara

Si hay una palabra que estos últimos meses hemos pronunciado, leído y oído hasta la saciedad es la de crisis. Crisis del sector inmobiliario, crisis internacional, crisis financiera o crisis económica… definitivamente, estamos en crisis.

Hace poco leía un artículo en el que el autor reconocía, no sin sentido del humor, que el discurso ambiente no le cuadraba con sus propias vivencias. Su vida sigue siendo la misma, no se ven colas interminables delante de los bancos y cajas de gente que quiere sacar sus ahorros, tampoco se anuncian suicidios masivos de financieros arruinados (¡y nos alegramos por ello!).

Así que, más allá de la semántica, os invito a reflexionar sobre ello: ¿qué es una crisis? ¿cuáles son los factores que permiten determinar que estamos o no en una crisis? ¿cuáles son los estándares y los indicadores? ¿a partir de cuándo pasamos de situación complicada (o el nombre que se le quiera dar) a la de crisis? ¿dónde está el punto de inflexión? ¿en qué exactamente nos está afectando a nivel personal y/o empresarial?

Existe una realidad económica, cifras, pérdidas y previsiones negativas. Existen hechos, falta de liquidez, préstamos que ya no se conceden, empresas y entidades que declaran quiebre. Pero existe un factor esencial en este contexto, la carga psicológica que conlleva la palabra y el carácter contagioso del desanimo y de la desconfianza que no hace más que aumentar el tamaño de la pelota.

La situación económica y financiera era la misma justo antes y justo después de leer u oír por primera vez la palabra crisis como descripción de nuestro contexto. No es que de repente mi empresa haya registrado pérdidas históricas o los precios hayan caído en picado en cuestión de segundos. Lo que ha cambiado en este preciso instante no es el contexto, los hechos, sino la palabra, la etiqueta que le hemos puesto a esta situación. Y automáticamente asociamos la palabra a peligro e inestabilidad, con la carga emocional que provoca.

Os invito a valorar lo que realmente hemos perdido o lo que realmente está cambiando para cada uno de nosotros, más allá de lo que leímos, vemos o escuchamos a un nivel general, más allá de las previsiones de terceros y más allá de la mera sensación y de los sentimientos.

Llega un momento en que parece “obvio” que las cosas van muy mal, que no podemos hacer nada, que la solución no depende de nosotros. Tal conversación se instala en todos los ámbitos de nuestras vidas, personales y profesionales. Es más, acaba formando parte del trasfondo, del contexto en el que hablamos. Ya no estamos cuestionando la realidad (las cosas son así). Simplemente tenemos cada día más argumentos para confirmar que las cosas están muy mal. No hay más que escuchar la radio, leer los periódicos o mirar la televisión, todo apunta en el mismo sentido. ¿A quién se le ocurre ahora hacer algo nuevo, apostar por el futuro, lanzar un nuevo negocio, cambiar de trabajo o de casa?

Una crisis es inevitablemente un cambio. Significa dejar atrás algo que no volverá a ser, adaptarse y aprender algo nuevo. Frente a ello podemos “reaccionar” o “actuar”. En el primer caso, el reaccionar es una obligación, estamos sometidos a la situación, ella nos lleva. El actuar es una elección. Podemos comprometernos con un nuevo futuro y dejar de lado lo que siempre habíamos hecho hasta el momento. Actuar como siempre en un nuevo contexto no suele mejorar la situación. Con ello no puede surgir ninguna oportunidad.

Y de esto se trata, buscar nuevas oportunidades y crecer en este nuevo contexto. Para ello tenemos que cambiar el paradigma. Sí, podemos actuar en tiempos de crisis. La crisis no tiene que ser un enemigo que nos arrastra. El perder algo hoy puede ser la oportunidad de conseguir otra cosa, más importante, más enriquecedora o más constructiva para mañana. Eso sí, nos obliga a salir de la comodidad de lo conocido.

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